La virtud de
la paciencia es la que nos asegura, más que ninguna otra, la perfección; y, si
conviene practicarla con los demás, hay que tenerla no menos con uno mismo. El
que aspira al puro amor de Dios, no necesita tanto tener paciencia con los
demás cuanto tenerla consigo mismo. Para conquistar la perfección, se necesita
tolerar las propias imperfecciones. Digo tolerarlas con paciencia y no ya
amarlas o acariciarlas. Con este sufrimiento crece la humildad. Para caminar
siempre bien, es necesario, mi queridísimo hijo, aplicarse con diligencia a
recorrer bien aquel trozo de camino que está más cerca y que es posible
recorrer, hacer bien la primera jornada, y no perder el tiempo deseando hacer
la última cuando todavía no se ha hecho la primera.
Muchísimas
veces nos detenemos tanto en el deseo de ser ángeles del paraíso, que
descuidamos ser buenos cristianos. Con esto no quiero decir o significar que no
sea oportuno para el alma poner muy alto su deseo, pero sí que no se puede
desear o pretender alcanzarlo en un día, porque esta pretensión y este deseo
nos fatigarían demasiado y para nada. Nuestras imperfecciones, hijito mío, nos
han de acompañar hasta la tumba. Es cierto que nosotros no podemos caminar sin
tocar tierra; pero es verdad también que, si no nos tenemos que tumbar o mirar
a otro lado, tampoco hay que pensar en volar, porque en las vías del espíritu
somos como pequeños pollitos, a quienes todavía no les han salido las alas.
(25 de
noviembre de
1 comentarios:
Bendito seas con tus mensajes maravillosos Amén
Publicar un comentario