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domingo, 21 de abril de 2013

La devoción a Dios Padre del Padre Pío de Pietrelcina



Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25)

El venerado Padre Pío fue bautizado a las 6 horas del día 26 de mayo de 1887. Desde aquella mañana, la santísima Trinidad comenzó a habitar en el alma del Padre Pío como en un templo, y el Padre Pío comenzó a cultivar una tierna devoción a cada una y a las tres augustísimas Personas.

Hacia Dios Padre tuvo siempre una gran devoción, ungida de respeto profundo y de amor filial.
El Padre del cielo ocupaba el centro de su corazón y era el que actuaba y obraba de forma inmediata en su alma. El 9 de febrero de 1914, en un escrito al padre Agustín, el venerado Padre le comunicaba: «Ahora es el mismo Dios el que de forma inmediata, sin la mediación de los sentidos internos o externos, actúa y obra en lo profundo de mi alma... Lo que yo logro decir de esta mi situación actual es que el anhelo de mi alma se orienta, no a alguna otra realidad, sino solamente a Dios; que experimenta que todo su ser está centrado y ensimismado en Dios» (Epist. I,453).

Por lo mismo, si Dios Padre ocupaba el centro de su alma, es a él, al Padre del cielo, a quien el Padre Pío dirigía sus súplicas y sus alabanzas. El 16 de noviembre de 1914, escribía al padre Agustín: «No dejo de insistir dulcemente al corazón del Padre del cielo por su alma y por todas las almas amadas por usted» (Epist. I,505). Y el 12 de mayo de 1915, decía al citado padre Agustín: «Estoy muy contento por los bienes que tantas almas han recibido del Padre de las luces. A él, al Padre del cielo, suba una alabanza sempiterna» (Epist. I,471).
Totalmente imbuido del pensamiento de que la primera Persona de la santísima Trinidad habitaba y actuaba en su alma, el Padre Pío «no deseaba otra cosa que agradar a Dios, padre y creador nuestro» (Epist. I,652).

Y este buen Padre, que amaba al humilde hermanito de Pietrelcina, lo colocaba en la cruz, como había colocado a su Hijo unigénito, Jesucristo nuestro Señor. El 7 de agosto de 1915, el Padre Pío escribía al padre Benedicto: «Su carta, que me llegó la mañana de pascua, trajo a mi pobre espíritu, por una parte un poco de alivio, ligerísimo por cierto pero capaz de animarme para poder soportar la cruz, en la que el Señor, por su misericordia, ha querido colocarme, si no con ánimo alegre, al menos con fortaleza de espíritu. Y por esto, sea bendita por siempre la bondad del Padre del cielo» (Epist. I,556).

Pero este buen Padre del cielo, que desea vehementemente lo mejor para su Siervo fiel, puso por entero su proyecto de salvación en las manos de María. Escuchemos de nuevo el testimonio del venerado Padre. El 9 de mayo de 1915, escribe al padre Agustín: «Vive Dios, que ha puesto el proyecto de mi salvación, el éxito de la victoria, en las manos de nuestra Madre del cielo. Protegido y guiado por una Madre tan tierna, lucharé hasta que Dios quiera, con la seguridad y la confianza de que, con esta Madre, no sucumbiré jamás. Padre, si, mirándola desde este destierro, se aleja la esperanza de la victoria, cuando se la contempla desde la casa de Dios, bajo la protección de esta Madre santísima, ¡cómo está cerca y es segura!» (Epist. I,576).

Bajo la protección de María santísima, el venerado Padre vivió hasta la avanzada edad de los 81 años, con «Dios fijo siempre en su mente y grabado en su corazón», como él mismo manifestaba al padre Agustín, el 20 de noviembre de 1921. A lo largo de los años, recitó en incontables ocasiones la oración que nos enseñó Jesús: la recitó en la misa, la recitó en el rosario, y en sus oraciones privadas. La cantó en su última misa, la mañana del día 22 de septiembre de 1968, la recitó en alta voz la tarde de su muerte, una muerte largamente esperada y suplicada.
«Padre nuestro, que estás en el cielo...».

(Tomado de LA VIDA DEVOTA DEL PADRE PÍO, de Gerardo di Flumeri)

miércoles, 17 de abril de 2013

Toda tu vida


Toda tu vida se vaya gastando en la aceptación de la voluntad del Señor, en la oración, en el trabajo, en la humildad, en dar gracias al buen Dios. Si volvieras a sentir que la impaciencia se instala en ti, recurre inmediatamente a la oración; recuerda que estamos siempre en la presencia de Dios, al que debemos dar cuenta de cada una de nuestras acciones, buenas o malas. Sobre todo, dirige tu pensamiento a las humillaciones que el Hijo de Dios ha sufrido por nuestro amor. El pensamiento de los sufrimientos y de las humillaciones de Jesús quiero que sea el objeto ordinario de tus meditaciones. Si practicas esto, como estoy seguro que lo haces, en poco tiempo experimentarás sus frutos saludables. Una meditación así, bien hecha, te servirá de escudo para defenderte de la impaciencia, aunque el dulcísimo Jesús te mande trabajos, te ponga en alguna desolación, quiera hacer de ti un blanco de contradicción.
(6 de febrero de 1915, a Anita Rodote – Ep. III, p. 54)

miércoles, 3 de abril de 2013

Este nombre divino es venerado


Y es solamente en virtud de semejante nombre que nosotros podemos esperar salvación, justo como los apóstoles lo declararon ante los judíos: «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos».
El Padre eterno quiso sujetar todas las criaturas a él: «al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos». Según el apóstol, y así es. Jesús es adorado en el cielo: a este nombre divino, conmovidos por gratitud y amor, los bienaventurados en el cielo no terminan de repetir lo que el evangelista Juan vio en una visión: «Cantan – dice él – un cántico nuevo diciendo: Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre».
Este nombre santísimo es venerado en la tierra, porque todas las gracias que pedimos en el nombre de Jesús, son plenamente concedidas por el Padre eterno: «Y todo lo que pidáis – nos dice el Maestro divino – en mi nombre, al Padre, yo lo haré». Este nombre divino es venerado, quien lo podría creer, también en el infierno: porque ese nombre es el terror de los demonios, que por él se encuentran vencidos y abatidos: «en mi nombre expulsarán demonios».
 (4 de noviembre de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 217)

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