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miércoles, 23 de enero de 2013

¿Para qué vivimos nosotros?


Pues, ¿para qué vivimos nosotros? Después de la consagración que hemos hecho en el bautismo, somos todos de Jesucristo. Por tanto, cada cristiano debería sentir como suyo el dicho de este santo Apóstol: «para mí la vida es Cristo», yo vivo para Jesucristo, vivo para su gloria, vivo para servirlo y vivo para amarlo. Y cuando Dios nos quiera quitar la vida, el sentimiento, el afecto que deberemos tener debería ser precisamente el de quien después del cansancio viene para tomar la recompensa, de quien después del combate va a recibir la corona.
¡Gustemos sí, gustemos, oh mi querida Raffaelina, saboreemos esta sublime disposición del alma de semejante apóstol! Sí, es desgraciadamente verdadero, que todas las almas que aman a Dios están prontas a todo por amor al mismo Dios, teniendo firme la esperanza que todo redundará en beneficio de ellos. Dispongámonos siempre a reconocer en todos los acontecimientos de la vida el orden sabio de la divina providencia, adoremos y dispongamos nuestra voluntad para conformarla siempre y en todo según la de Dios, porque así glorificaremos al Padre celestial y el resultado será provechoso para la vida eterna.
 (23 de febrero de 1915, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 340)

miércoles, 9 de enero de 2013

Corre, te digo, porque...

El conocimiento de los designios divinos sobre ti debe servirte, por una parte, para ejercitar tu alma en la gratitud hacia tan buen Padre, prodigando tu alma en continuos agradecimientos al benefactor celestial, uniendo a ese fin tus bendiciones junto a las de María santísima Inmaculada, de los ángeles y de todos los bienaventurados integrantes de la Jerusalén celestial. Por otra parte, debe servirte de estímulo, para no asustarte y detenerte a mitad de camino por las penas y los dolores que es necesario soportar para llegar al término de este largo camino. El Señor me ha permitido que te manifieste todas estas cosas, principalmente para que no estés incierta en tu carrera. Corre, pues, y no te canses; el Señor te guía y dirige tus pasos para que no caigas por el camino. Corre, te digo, porque el camino es largo y el tiempo es bastante breve. Corre, corramos todos de modo que, al término de nuestro viaje, podamos decir con el santo apóstol: «Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe». 
 (9 de enero de 1915, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 291)

jueves, 3 de enero de 2013

En la catedral primada de México




En su vida terrena el Padre Pío, sin abandonar su convento de San Giovanni Rotondo, se hacía presente en otros lugares, incluso muy alejados de Italia, por el don recibido de Dios de la “bilocación”. Lo hacía para ofrecer los dones del Señor y cumplir su “misión grandísima”. Desde su muerte -el 23 de septiembre de 1968-, se hace “presente” de muchos modos. Uno de ellos -no el más importante- las incontables estatuas y pinturas del Fraile capuchino, que podemos contemplar en los lugares más insospechados y que son signo de la presencia espiritual Santo.
La estatua que se colocó el pasado 14 de octubre en la capilla de Nuestra Señora de los Dolores de la catedral primada de México D.F. es obra del escultor de San Sebastián (España) Luis Uzín Larrañaga. Es de bronce, mide 168 centímetros de altura, -la misma altura del Padre Pío- y fue bendecida por el cardenal Norberto Rivera en la eucaristía de las 12:00. Me correspondió presentar la estatua a los cientos de fieles que llenaban el templo, en los minutos previos a la acción litúrgica; y, por haber seguido paso a paso su elaboración, pude resaltar estos detalles:
·         Un rostro sereno y luminoso, reflejo de la bondad y misericordia de Dios, que, como afirman los que le conocieron, se transparentaban con claridad en el Santo de Pietrelcina; y una mirada limpia y penetrante, porque a todos observaba y acogía con amor de padre.
·         Unas manos, deformadas sí por haber llevado en ellas, durante cincuenta años, las llagas dolorosas y sangrantes de Cristo crucificado, pero muy abiertas para acoger los dones que de continuo suplicaba al Señor por medio de la Virgen María y para ofrecerlos a los hombres para los que los había implorado.
·         En la ligera ráfaga de viento, que empuja el hábito hacia atrás, es fácil descubrir al religioso y al sacerdote de Pietrelcina que actuó siempre a impulsos del Espíritu.
·         Sus pies descalzos, como los de Moisés cuando le pidió el Señor que se quitara las sandalias porque pisaba un lugar santo, insinúan que el Padre Pío actuó siempre, en relación a Dios y también a sus hermanos, en actitud humilde y respetuosa.
·         Y en el rosario que cuelga del cordón del Fraile capuchino, con cuentas excesivamente grandes y algunas o que faltan o que están deformadas de tanto pasarlas por sus dedos, el artista ha querido plasmar la devoción especial del Padre Pío a esta oración mariana y los muchos rosarios que rezaba cada día.
·         Pero, ¿no tuvo en sus pies y en sus manos las llagas de Cristo Crucificado, y no las ocultaba con los calcetines y con los medios guantes, llamados mitones porque dejan los dedos libres? Cierto; pero el artista ha querido representar al Padre Pío glorioso después de su muerte, momento para el que ya le habían desaparecido esas llagas santas, sin dejar la más mínima cicatriz. Y ha colocado entre los pies del Santo un pequeño “calvario”, para indicar que ese hombre, ahora glorioso, compartió intensamente, durante su larga vida de 81 años, la cruz de Cristo, incluso teniendo en su cuerpo las llagas del Crucificado durante 50 años, como lo señalan los tres puntos rojos de la cruz.
El de las pinturas y las estatuas es un modo distinto del de la “bilocación” de hacerse “presente” en el mundo. ¿Menos beneficioso para los hombres? Lo cierto es que, al menos en México, son muchos los que se acercan a la capilla de Nuestra Señora de los Dolores de la catedral primada, para invocar al Santo capuchino y aprender de quien puso escribir, ante todo como alabanza al Señor: «Estoy devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo».
Elías Cabodevilla Garde

La devoción a la Virgen del Padre Pío de Pietrelcina



«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28)

El Padre Pío tuvo, desde la infancia, una particular devoción a la santísima Virgen, venerada en Pietrelcina bajo el título de «Madonna della Libera».
Recurría a ella para obtener favores espirituales y materiales y para rechazar las insidias del demonio.
Y aunque no consta que el Padre Pío hubiese predicado, se han encontrado, entre sus escritos autógrafos, dos breves discursos preparados por él. Uno de ellos está dedicado a la Asunción de María Santísima, acontecimiento grandioso que nos evoca «el día de mayor triunfo y de gloria» de la Virgen.
En él, entre otras cosas, leemos:
«Después de la ascensión de Jesucristo al cielo, María ardía continuamente en el más vivo deseo de reunirse con él. Y ¡oh! los encendidos suspiros, los piadosos gemidos que le dirigía de continuo para que la atrajera hacia él. En ausencia de su divino Hijo, le parecía encontrarse en el más duro destierro. Aquellos años en los que tuvo que estar separada de él, fueron para ella el más lento y doloroso martirio, martirio de amor que la consumía lentamente.
Y he aquí, al fin, que llega el momento suspirado, y María escucha la voz de su querido que la llama a allá arriba: «Veni, soror mea, dilecta mea, sponsa mea, veni»; ven, querida de mi corazón, ha terminado el tiempo de gemir en la tierra; ven, esposa, a recibir del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo la corona que te está preparada en el cielo» (Epist. IV,1087).
Después, el Padre Pío, con acentos que revelan su ferviente devoción mariana, describe el momento en el que «el alma bienaventurada de María, como paloma a la que se corta los lazos, se separó de su cuerpo y voló al seno de su querido. Pero Jesús, que reinaba en el cielo con la humanidad santísima que había tomado de las entrañas de la Virgen, quiso que también su madre, no sólo con el alma sino también con el cuerpo, se reuniese con él y compartiese plenamente su gloria. Aquel cuerpo que, ni por un solo instante, había sido esclavo del demonio y del pecado, no debía serlo tampoco de la corrupción» (Epist. IV,1089).
En relación al venerado Padre, María tenía atenciones maternales que rayaban en la delicadeza suma. Cada día le acompañaba al altar en el que debía celebrar los divinos misterios.
El Padre Pío se sentía «unido al Hijo por medio de la Madre». Habría querido tener una voz tan fuerte como para invitar a los pecadores de todo el mundo a amar a la Virgen.
En presencia de la Virgen María, sentía un fuego misterioso en un lado del corazón, tal que necesitaba aplicar encima un trozo de hielo.
La tierna, intensa y filial piedad mariana del Padre Pío no era fruto de un pasajero sentimentalismo; tenía su origen en el culto que la Iglesia reserva a la Madre de Dios. Veía en la Virgen el camino más seguro para llegar a Cristo, y por este camino guiaba las almas de sus penitentes.
Cuando hablaba de ella, no conseguía contener la emoción. Recitaba de continuo, día y noche, el santo rosario y quería que todos expresasen su devoción mariana con este plegaria evangélica.
Había recalcado, entre otros elementos esenciales del rosario, la contemplación. Decía: «La atención debe ponerse en el Ave, el saludo que se dirige a la Virgen en el misterio que se contempla. Ella estaba presente en todos los misterios; en todos tomó parte con amor y con dolor».
A sus hijos espirituales que le preguntaban qué es lo que tendrían que recibir de él como herencia, les dijo: «Os dejo el rosario. Amad a la Virgen y hacedla amar, rezad siempre su rosario y rezadlo bien. Satanás quiere destruir esta oración pero ¡no lo conseguirá jamás!».

  (Tomado de LA VIDA DEVOTA DEL PADRE PÍO, de Gerardo di Flumeri)

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